Por Erica y Mariela Arias. Al final de la calle Tierra del Fuego, al pie de la montaña, Miguel Arias le mostró a su esposa Olga el puñadito de casas blancas que había erigido un plan del banco Hipotecario, y que ellos ya habían empezado a pagar. Era el año 1970 y ante ellos se abría la oportunidad de la casa propia en una villa que ya era prometedora.  Se mudaron y juntos escribieron una historia, que se parece a la de tantos, que incluyó esfuerzo, trabajo, distancias, penas y alegrías, pero sobre todo mucho compromiso en cada acción.

Las 20 casas del barrio Hipotecario luego tomarían el nombre del Barrio “Altos de San Pedro” y a las casitas blancas se sumaron otras, así llegaron los Campanucci, los Luna, los Camussi, los Medero, los Repetto, los Bringas, los Baqué, los Díaz, los Pereda, algunos con niños, otros sin ellos. Todos eran nuevos y buenos vecinos.

Olga tenía 37, una sonrisa franca, pelo oscuro corto, era coqueta, regordeta y vestía a la moda el día que llegaron con Miguel a instalarse en el barrio de calles de piedra que dificultaba el andar de sus tacos. Hacía 10 que se había casado con ese santiagueño que la había conquistado en Córdoba y con el que se conocían desde la juventud, cuando los Arias partían cada año desde La Banda en Santiago del Estero, para participar de las festividades de la Virgen del Valle de Catamarca.

Ella era la menor de diez hermanos, todos nacidos en Catamarca, a quienes los sorprendió la repentina muerte de su padre y la madre los  repartió entre escuelas pupilas y familias amigas para que pudieran estudiar. Olguita, se quedó con su madre y juntas pasaron los primeros años entre Tucumán y Buenos Aires. Una infancia dura, de privaciones, que la marcó para siempre. A sus veinte llegó a Córdoba donde ya vivían dos de sus hermanas, Inés y Elsa, a buscar trabajo y con el sueño de ir a la Universidad. 

La Universidad se frustró, pero su dedicación al trabajo, su buena presencia y la enorme capacidad de aprender la llevaron a emplearse como secretaria. Trabajó en una constructora, a la que ella llamaba “Davidson”. Casada con Miguel, vivían un poco apretados en un departamentito del barrio San Vicente en Córdoba, con un balconcito pequeño al que Miguel se asomó a ver la luna el histórico 20 de julio de 1969.

Para poder acceder a la casa soñada en Villa Carlos Paz, Olga pidió a sus patrones el sueldo adelantado de un año para cancelar parte de la hipoteca. Aún a sabiendas de que al final del año dejaría la empresa, los dueños se lo otorgaron. Ella estuvo el primer tiempo acomodándose en la casa nueva, educando a su primera hija y esperando cada día la llegada del “Migui”, quien mantuvo su trabajo en Industrias Mecánicas del Estado, IME,  la olvidada fábrica de rastrojeros, en Córdoba. 

En Carlos Paz llegó la segunda hija y también la necesidad de volver a buscar un trabajo. Así, en el 72 gracias a la presentación de un vecino, el sr Baqué, ingresó a trabajar al municipio, al área de Bromatología. Y nunca más lo dejó. Se esmeró. Hizo carrera, sumó amigos en Salud Pública, en Patentamiento, en el Juzgado de Paz, en Contaduría y en Tesorería. En los 80 fue tesorera del municipio y los últimos 10 años como servidora pública, fue administradora del Hospital Municipal “Gumersindo Sayago”, hasta que se jubiló en 1994.

Su enorme sentido de la solidaridad y su gran vocación por ayudar a los demás pero sobre todo la idea fija que el crecimiento siempre es colectivo la llevaron a ser miembro activo de muchas comisiones. La primera, la Liga de Padres de la Escuela Parroquial entre 1978 y 1984, allí encontraría a sus amigas, un manojo de mujeres coraje, imparables que lograban todo lo que se prometían. Se reunían cada miércoles a la tarde en la escuela, Olga llegaba con el guardapolvo celeste municipal y sin almorzar, con tal de no perderse ninguna reunión.

La amistad y el genio traspasaron la frontera de la escuela y ellas sumaron a sus esposos. Vendrían años de reuniones familiares y de trabajo con los Robert, los Chiavassa, Leti Notto, los Romero, Lilian Sarra, los Estrade, los Sobrero, los Daza,  los Herrero, y Nely Macías. 

Los chicos crecieron y ellas siguieron donde canalizar esa fuerza imparable que las llevaba a hacer grandes cosas: armaron la cooperativa del Hospital Municipal y lograron ampliaciones y mejoras y años despues harían lo mismo en el convento de las Hermanas Benedictinas, en San Antonio. A Olga le quedaría tiempo para ser parte de la comisión de la iglesia San Francisco de Asís, integrar las comisiones vecinales, aquella que lograría que la Tierra del Fuego y la Chile mudaran del barro al asfalto. 

Cuando era administradora del hospital convivía a diario con situaciones de pobreza y siempre encontraba una forma de ayudar, armaba colectas, pedía para otros, daba lo que no tenía. Los niños carenciados fueron siempre su principal preocupación. Y en medio del vértigo de sus años en el hospital y su hogar y sus comisiones solidarias encontró un tiempo para cumplir su sueño de estudiar Administración en el terciario del Instituto Remedios Escalada de San Martín.

Nunca dejó de ser coqueta. Nunca abandonó los colores. Nunca abandonó el optimismo ni su risa franca. Se enojaba pero le duraba poco. No soportaba que la engañaran ni que la subestimaran. Siempre estaba inquieta como cuando al jubilarse se inscribió en la Universidad para aprender a pintar y emprendía viaje en la COTAP con su caja y su atril. Luego lo siguió haciendo en talleres de pintura y hasta expuso en el salón Rizuto y en la galería del Puente Uruguay.

Olga Ance de Arias, mamá, falleció el pasado 16 de enero a los 87 años, tras vivir 50 años en el mismo barrio, en la misma casa, esa que le quedó grande cuando papá partió antes, en diciembre de 2009. Con su muerte, nació para nosotras un legado: el de cuidar la familia, esforzarse al máximo, en comprometerse y amar lo que se hace, en animarse a lo difícil, en no conformarse con la mediocridad, en hacer un tributo a la amistad, en alentar con fuerza al que está a nuestro lado y en darle alas a nuestros hijos. 

GRACIAS Mamá.