Por Walter Tortone. Por poco que te guste el fútbol, o hasta si no te gusta, ver llorar a Lionel seguro te aflojó las piernas. O si estabas sentado, como yo, la piel de gallina no disimuló. Nuestro máximo ídolo Albiceleste se sacó la mufa y parece que no lo para nadie.

Contra Bolivia, Messi se despachó con un triplete de goles que lo convirtió en el máximo goleador de selecciones sudamericanas con 79 anotaciones, dos por encima de Pelé. Sin embargo, el partido de La Pulga pasó por otro lado, fuera de lo estrictamente deportivo.

El 10 de julio en el Maracaná, el rosarino se sacó una de las tiras de la pesada mochila que -de forma justa, o no- pesaba sobre sus hombros. Anoche, en el Monumental y luego de la goleada 3-0 para mantener el invicto, Messi dejó caer por completo sus defensas y las lágrimas del final también fueron la de todos nosotros, aunque algunos no las pudimos exteriorizar.

Messi ya no juega para ganar, sabe que eso va a suceder. Ahora disfruta, corre, arriesga, se caga de risa y lamenta cuando su lectura -súper- anticipada del juego le hace hacer cosas que, de necesitar compañía, muy pocos puede hilar a su ritmo. Es justamente esto último, un detalle rebuscadísimo, de lo que todavía se agarran algunos detractores del todo.

Messi disfruta; disfrutemos nosotros también de él y de todo lo que nos deja: el ejemplo de no dejar de intentarlo, hasta siendo el mejor de la historia.