Por Luis María Amaya. Fernando Báez Sosa está muerto, nada de lo que se pueda decir o hacer cambiará eso. A Fernando Báez Sosa lo mataron de un modo artero, cruel, y sin sentido.

Eso es harina de nuestro costal.

La reconstrucción de los hechos de acuerdo a peritajes, cámaras y testigos da cuenta de una agresión deliberada, al límite de lo gratuito, brutal; llevada a cabo a la vista de todos, como quien confía en que finalmente, pase lo que pase, habrá impunidad. Un grupo de jóvenes, muchos, terminaron matándolo a patadas en el piso, indefenso, a gusto y placer a otro joven. Como en ‘La fiesta del monstruo’, que con gusto escribieron Borges y Bioy Casares alguna vez. 

Foto: Google, óleo de Francisco de Goya “Saturno devorando a su hijo” (Museo Nacional de El Prado, Madrid)

En las semanas que separan este artículo de aquella muerte corrieron ríos de tinta y opiniones de todo tipo sobre el tema, a saber, algunas de las que siguen:

– Una muestra más, cabal, incuestionable, del puto patriarcado y el machismo; del cual el rugby en tanto juego estructuralmente violento vendría a ser el lugar privilegiado de su reproducción. ‘Los rugbiers’ fue el significante que más se escuchó y leyó desde entonces; los rugbiers pasó a ser la categoría que por sí misma, por su propio peso, explicaría la barbarie y, por lo mismo, lo explicaría todo. Se dijo que darse una vuelta por ‘Las estructuras elementales de la violencia’, de Rita Segato, ayudaría comprender acabadamente lo sucedido -y, tal vez, algo de cierto haya en ello-.

Desde los sectores progresistas la lectura preferida fue en clave de género; discurso políticamente correcto si los hay hoy… Como quien señala certeramente ‘el mal’, lo abyecto por excelencia, y dice -o deja caer, para el caso es lo mismo-: “muerto el perro…”

Odio de clase (raza y condición) fue otra clave: “A ver si nos volvés a pegar (ahora), negro de mierda!”, se escuchó de uno de los agresores, según un testigo. Y de nuevo la condición ‘rugbier’ tomó el centro de la escena asociada a una historia, una idiosincrasia y unas prácticas clasistas y exclusoras. Y, tal vez, bastante de eso haya.

Sujetos aberrantes (‘pibes’ aberrantes), con modos de hacer que siempre terminan remitiendo a los calificativos ‘locura’ o ‘barbaridad’; como eso que de tan ‘inexplicable’ está fuera de la razón, emergente de una violencia descontrolada y sin causa ni sentido.

Palabras más, palabras menos, esto cuenta entre lo visto y oído.

Así, parece ser que la burra siempre vuelve al trigo. Cuando ‘lo siniestro’ surge entre nosotros, nuestra ‘buena conciencia’ lo primero que pide -a gritos, con indignación incluso- es un chivo expiatorio. ¡‘Los rugbiers’!

Un ‘chivo’ que haga de malvado irredimible, de abyecto, de ‘bestia’ -perfectamente identificable, inconfundiblemente señalable- en la que podamos depositar el estigma definitivo, la mácula perpetua.

Hasta la próxima tragedia.

-Porque si de algo podemos dar fe, con certeza, es que lo siniestro regresa. Una y otra vez-.

Recuerdo que cuando ocurrió la tragedia de Cromañón, al poco tiempo, Silvia Bleichmar escribió una página, precisa, certera, inmejorable, en la edición de enero de 2005 de Caras y Caretas. ‘Impacto Cromañón’ llevó por título y en ella lo dijo casi todo sobre tema o, al menos, casi todo lo que sobre el tema era clave: lo que entre nosotros ha estallado es el lazo social. 

Allí leíamos… 

“Rotos los códigos que garantizan la vida, fracturada la confianza de que el otro no realizará acciones que nos pongan en riesgo, lo que ha caído en estos años, y Cromañón corre el riesgo de sellar de un modo paradigmático, es la convicción de que el bien común debe y puede ser responsabilidad de todos, y de que cada uno es éticamente valioso para el otro…”

Habiendo comenzado por una exacerbación de la desconfianza y la sospecha, hemos llegado a hacer del odio, en estos días, una prerrogativa con estatus de ‘virtud’. 

Hemos transformado en ‘enemigo’ hasta a nuestra propia sombra.

Somos ‘Cromañón’ repitiéndose una y otra vez, al infinito, como en la película ‘El día de la marmota’ .

Podemos colgar en la plaza pública a cuantos ‘cretinos’ acertemos en encontrar, podemos depositar en ellos el nombre del mal, podemos demonizarlos como esa escoria de la que es preciso deshacerse, podemos todo eso y más… Aun así seguiremos contando cadáveres.

Porque no es el perro, se sabe, es la rabia (social).

He allí la harina de nuestro costal.