A mí me parece que la institucionalización y la normativización del ecologismo, tal como se va instalando a través de los discursos públicos (es decir, su naturalización social) van transformando sus potencialidades críticas (las de diversidad y sostenibilidad) en formas vacías, desprovistas de toda eficacia. A veces parecería que para que la gente no intervenga más en política, desde la clase dirigente se le ha tirado el “hueso” de la ecología, para entretenerla. El colmo del descaro del sistema neoliberal-capitalista propone canalizar las energías de los propios consumidores de lo que luego será chatarra ambiental, para hacerse cargo de su destino final (pilas descartables, artefactos con residuos contaminantes, plásticos no degradables, la costa del lago, etc…): siendo que esta es una obligación a cargo de los únicos que tienen la tecnología adecuada para desactivarlos: los fabricantes.

Lo cierto es que los que producen los daños ambientales no solamente dicen “yo no fui” sino que, como sucede en los casos de los gobiernos (nacionales, provinciales o municipales: los que hacen y defienden la Autovía) y de las grandes empresas, desde hace un tiempo cuentan con reparticiones y funcionarios que (supuestamente) protegen el medio ambiente. Esta es una de las formas de institucionalizar hipócritamente el ecologismo, y uno ve cómo los mismos organismos que dicen luchar contra el cambio climático, dan como muy buenas noticias -por ejemplo- el que haya una mayor producción de automotores o que crezcan las regalías producidas por la minería a cielo abierto.

Igualmente, a sabiendas de que lo ecológico inevitablemente contiene en su interior a lo “negativo” (en cuanto a consumismo y prácticas liberales de acumulación se refiere ) hay, en la mayoría de los discursos corrientes, todo un juego de mentiras u ocultamientos de datos claves, eufemismos y diferimientos, como cuando se oculta el hecho de que determinadas prácticas (“soluciones”) que en el corto plazo aparecen como limpias y saludables, en el mediano o largo plazo son, en realidad, contaminantes y dañinas. Esta dinámica de atender lo urgente (lo urgente real o presentado como tal) a costa de lo importante, si bien es algo que estuvo siempre presente en la conducta humana, es el eje sobre el cual gira lo que bien puede entenderse como discurso tóxico medioambientalista..

Complementando lo anterior, en los últimos tiempos se nota que se ha multiplicado en la población tanto la propaganda como la concientización ambientalista, aunque al mismo tiempo se advierte el crecimiento del consumismo y del deterioro ambiental. Tales síntomas denuncian la emergencia de mitos acerca del ambientalismo que es oportuno señalar y analizar.

El paradigma de la naturaleza como laboratorio (paradigma que la cultura dominante occidental continúa aplicando eficazmente) es un modelo caro al capitalismo y sus variantes, ya que es el que dio lugar a las grandes transformaciones de la tierra, como la que produjo el británico Henry Wickham cuando (quizás en el primer caso de biopiratería de la edad moderna) se llevó del Amazonas las semillas que en poco tiempo cambiarían la historia del mundo en términos industriales-económicos: la semilla del caucho . La domesticación a cargo de las máquinas-estufas de Kew Gardens que recreaban la atmósfera adecuada, no sólo transformaron al árbol salvaje de caucho para luego exportarlo al Sudeste de Asia, sino que la apropiación y manipulación lograron quebrar la exclusividad que la región y el ambiente natural amazónico tenían como un recurso propio, que le permitían vivir y desarrollarse. Sabemos qué sucedió después: la exportación de naturaleza afectaría definitivamente la dinámica de un medio ambiente al que se lo obligaba a cambiar sus leyes originarias e implícitas (y hoy tenemos que pelear para reimplantar especies originarias)

El cambio climático significa -entre otras muchas y graves cosas- obligar a la tierra, y a esta parte del universo, a que se adapte a las nuevas leyes establecidas por nuestras necesidades humanas. Luego se verá que estas leyes que, de hecho, estamos intentando imponer, son el resultado de una práctica que los humanos no estamos dispuestos a cambiar: la de seguir extrayendo sin reponer; es decir, la de un extractivismo que, de práctica autosustentable, sólo tiene el nombre político.

Pero preguntemos: ¿y quién se hace cargo, quien se hace responsable de lo mal que quedan las cosas una vez que los que aparecen como responsables desaparecen en la confusión?

El mito del progreso tecnológico

El hecho es que los avances vertiginosos producidos por la tecnología (de la mano del capital y el consumismo) han derivado en un cúmulo de nuevas responsabilidades por parte de quienes generan, controlan y aplican estas complejas tecnologías. Nadie quiere asumir tales responsabilidades. En este sentido cabe tener en cuenta algunas reflexiones pertinentes acerca de las relaciones entre Técnica, medicina y ética (por repetir el título del valioso libro de Hans Jonas), subtitulado Sobre la práctica del principio de responsabilidad. (1997)

En ese trabajo Jonas, después de afirmar que “ la técnica está sometida a consideraciones éticas, se desprende del hecho de que la técnica es un ejercicio del poder humano, es decir, una forma de actuación, y toda actuación humana está expuesta a su examen moral” ( 1997: 33) plantea cinco tesis que postulan que la técnica moderna es un caso nuevo y especial y, por lo tanto, demanda también una reflexión y una respuesta (aunque más no sea tentativa) también nueva y especial.

Dado que la importancia del tema lo demanda, es procedente hacer un breve resumen de las que consideramos más importantes de las cinco hipótesis planteadas. La primera se refiere a la ambivalencia de los efectos, lo cual, en breve síntesis implica que, si bien en general “..toda capacidad “como tal” o “en sí” es buena, y sólo se vuelve mala por el abuso de ella (como cuando se dice que es muy bueno tener el uso de la palabra, pero malo emplearlo para engañar a otros)”, tener la capacidad, y aún aumentarla, no es algo malo: lo malo es abusar de ella. Esto está claro. Pero “¿qué ocurre cuando nos movemos en un contexto en el que cualquier uso de la capacidad a gran escala, por muy buena que sea la intención con que se acomete, lleva consigo una orientación con efectos crecientes en última instancia malos, que están inseparablemente unidos a los “buenos” efectos perseguidos..?” Aquí el autor nos dice que, si tal es el caso de la técnica moderna (como se supone que lo es, para lo cual basta observar a nuestro alrededor el deterioro ecológico) el problema es que entonces su uso moral o inmoral no pasa ya por la distinción de que algo sea bueno en la pequeña escala de lo autoevidente y del “aquí y ahora”. Aún el éxito en el corto plazo generalmente implica un fracaso en el largo plazo. Aquí vemos cómo el avance de lo “bueno” (algo propio de las actuales necesidades humanas) termina favoreciendo lo dañino. Por lo tanto -termina diciendo Jonas: “Una apropiada ética de la técnica tiene que entender esta multivalencia interior de la acción técnica” (34)

El desmesurado avance de la técnica, y el consiguiente desmesurado aumento del poder de quien la maneja, harán que, también necesariamente, haya un lógico aumento de la responsabilidad. Dice Jonas: “El hecho de que ésta (la responsabilidad) ocupe como nunca antes el centro del escenario inaugura un nuevo capítulo en la historia de la ética que refleja las nuevas magnitudes del poder que la ética tiene que tener en cuenta desde ahora. Las exigencias a la responsabilidad crecen proporcionalmente a los actos del poder”(35)

De acuerdo con lo dicho hasta aquí, evidentemente se va rompiendo el atropocentrismo de la mayoría de los sistemas éticos anteriores, y lo científico-técnico-occidental pasa a ocupar el lugar de una nueva iglesia (dueña de una nueva verdad absoluta: la de la ciencia) y a justificar la ética del no-mal, que es la ética de los que pretenden imponerle a todos los individuos un Bien supuestamente universal.

Al engrandecer la técnica su poder hasta el punto de volverse peligrosa, no ya sólo para el hombre, sino para el resto de “las cosas vivas” (léase “la vida”) la responsabilidad del hombre se extiende de tal manera que, por primera vez, tiene alcance cósmico: la aparición de una ética medioambiental en los últimos años da prueba de ello.

“Ambivalencia”, “magnitud” o “poder” son términos claves para entender la dificilísima situación en que ahora está atrapado el hombre de ciencia, sobre todo el hombre de ciencia que, como el médico, debe “trabajar” ya: aquí y ahora; con nosotros, y con alta tecnología. El dilema, para Jonas, es que “Mientras el mal hermano Caín -la bomba- yace encadenado en su cueva, el buen hermano Abel -el pacífico reactor- sigue sin dramatismo depositando su veneno para futuros milenios”(36) Sabemos, además, que el “progreso” desplegado por Occidente no admite dar marcha atrás. La humanidad (que se ha vuelto tan numerosa por “virtud” de la técnica) sólo puede caminar hacia delante, y no puede esperar sino de la misma técnica una solución a sus problemas: pero los supuestos beneficios parecieran ser las verdaderas causas de los males (especialmente de los futuros males), por lo que la última esperanza no sería otra que la sabia administración que el hombre podría hacer de lo técnico. Siempre -claro está- que sea capaz de no dejarse manejar por la máquina y, por lo tanto, de recuperar algo de todo lo que él mismo ha puesto en la técnica.