Conozco a Marcelo casi desde que tengo uso de razón. Con mucho esfuerzo, mis padres construyeron una casita en San Antonio de Arredondo allá por los ´70 y las familias y destinos se entrecruzaron.

Los Colella estaban desde tiempo antes. Papá constructor, mamá al frente de un pequeño kiosco, que luego fue despensa y después, un mercado. Sin sábados ni domingos, con veranos de trabajo de sol a sol, la familia salió adelante con un vínculo presente entre todos sus integrantes.

Todavía veo venir la camioneta roja de Don Colella, el papá de Marcelo, entre las calles de tierra y piedra de San Antonio, llegando hasta a una obra o al café que se tomaba casi todos los días en algún bar de Carlos Paz.

Los hijos vieron el esfuerzo de sus padres y lo imitaron. Adolfo, el hermano de Marcelo, sigue en el negocio familiar de San Antonio que llevó adelante su mamá durante toda la vida.

Hace un par de semanas, crucé a Marcelo que estaba sentado en la mesa del bar de siempre, en el centro. Cultor de la amistad, se reunía a menudo con sus compañeros de la vida a pasar el rato y hablar de bueyes perdidos.

Nos saludamos como siempre, con ese afecto que se construyó durante tantos años de conocernos, de saber del otro y de su vida familiar. Verlo en cualquier contexto era encontrarse un rostro amigable y una mano que estrechar.

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