Por Zito Fuentes. Estaba en mi guarida secreta cuando de pronto en el Naranjófono escuché el toque ineludible del líder que me convocaba tras años de sumirme en el más oscuro ostracismo.

El Naranjófono es un aparto que inventó un funcionario municipal de la gestión del Gran Pelado que, como no podía, no sabía o no quería hablar, se comunicaba en Código Morse.

Nunca le conocimos muy bien la voz y cuando se animaba a pronunciar algo, tampoco se le entendía mucho.

El aparato fue abandonado en la guarida a la que me destinaron después de algunos desatinos en mi accionar como agente secreto: eso de aparecer mostrando mis partes en los Premios Carlos mientras le daban un reconomiento a mi amigo Lumumba parece no haber gustado mucho, para dar un ejemplo.

El Narajófono sonó y escuché:

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Traducido, eso significa:

“Zito, soy Esteban. Por favor, presentate lo antes posible”.

Imagínense ustedes cómo me puse. Después de años de hablar solo con la estatua sin nariz de Carlos Nicandro Paz que trajeron a mi guarida para que la arregle como sea, que el mismo Estebanísimo me convoque fue para mí como volver a respirar después de estar años bajo el agua.

Cuando llegue a la Muni todavía era de madrugada. Estebanísimo estaba sentado en su silla sorbiendo mate cocido en una taza con los colores de Talleres de Córdoba campeón de la Conmebol ya con las letras un poco descoloridas de un azul bastante celeste, por cierto.

Me miró fijamente con esos ojos celestes que cautivan a las damiselas de toda edad de la comarca y me dijo:

-Zito, ándate ya a México, metete en la casa de Verónica Castro y después de pronunciarle epítetos de grueso calibre a su hijo, Cristian Castro, arrebátale las placas que le entregamos porque ya no es un visitante ilustre después de lo que hizo con nuestra vecina. (Noté que la última oración fue pronunciada con un buen acento mejicanote, quizás aprendido por el INTENDENTE en sus reuniones con el cantante)

Yo dije a todo que sí pero no tenía la menor idea de lo que había pasado con uno de mis ídolos de la canción. No veo tele, no me llega el WIFI a la guarida.

En ese instante vinieron a mi memoria los éxitos melódicos de Cristian, y entoné: “Azul, porque este amor es azul como el mar azul”.

Estebanísimo se copó y me siguió con el cantito hasta que se dio cuenta que estaba enojado con el artista y me miró fijo nuevamente antes de ponerme de patitas a la calle con los pasajes en colectivo hasta México.

Después de recorrer 6,756 kilómetros llegué a al Distrito Federal. Cambié de colectivos como 25 veces y siempre fui en la bodega porque ese parece ser el lugar que destinan a los monos como yo. Igual, fui comiendo todo lo que la gente deja en sus bolsos para llevarle a sus familiares y la pasé bomba.

Una vez en el DF me comuniqué en nuestro idioma monil con los compañeros del país hermano y en un periquete estaba en la casa de la gran Verónica Castro.

Mis hermanos latinoamericanos se solidarizaron con mi cruzada cuando les conté lo que había hecho Cristian. Yo me enteré de lo sucedido en el trayecto Carlos Paz – Córdoba tras sentarme junto a una periodista local con rizos colorados que antes de llegar a San Nicolás ya me había largado toda la historia de Cristian con su novia carlospacense.

“Eso no se hace”, grité en el bondi y el chofer se asustó y me pidió perdón porque había superado la velocidad permitida en la autopista.

Los monos mexicanos se metieron primero en la casa y se pusieron a jugar con Verónica que, al parecer, es amante de los animales salvajes como yo.

No pude evitar acercarme y participar de la escena.

-A, pero mira tú, este no es un mono de aquí. De dónde eres tú, que no te he visto antes y, por tu aspecto, pareces de otro país .

Yo hice alarde de la cubana que me había hecho mi peluquero estrella de Carlos Paz y le dije en perfecto cordobés:

-Soy de Córdoba, mamila; Zito Fuentes, para servirle; y estiré mi mano derecha para saludarla.

-Y qué lo trae por aquí, mi galán; arremetió la estrella mexicana.

-Verla, sólo verla; respondí.

Fue así que me invitó a tomar unas aguas de tamarindo, en un gazebo de bambú que parecía sacado de una película o de los dibujitos de los Palitos de la Selva.

En eso que estábamos en lo mejor del cortejo, se apareció Cristian, un Cristian nunca visto ni pensado. Parecía que recién se despertaba y preso de una furia inusitada, me esputó:

-Qué haces tú con mi madre, quién eres tú, tienes pinta de cordobés.

Pasa que yo no pude con mi genio y mientras apalabraba a la diva ya había sacado mi petaca de Fernet y le estaba dando duro al elixir de las sierras que, combinado con las aguas de Tamarindo, no está tan mal por lo que en cualquier momento patento el nuevo trago.

La cosa es que nos trenzamos en lucha con Cristian en el jardín de Verónica Castro. Él se había embadurnado con protector solar así que ese elemento se fundió con mi propia sudoración de mono convirtiendo la escena en una lucha hombre- mono en aceite. Algo que, realmente, tengo que decirlo, sin temor a equivocarme, no es muy lindo de apreciar o ver en primera fila.

Verónica pegó dos gritos a lo que Cristian se paró firme y dijo: “Sí, madre querida”; y desapareció de la escena.

Los monos mexicanos habían aprovechado el momento de la pelea pare entrar en la pieza de Cristian y le arrebataron las dos placas que le había entregado Estebanísimo en persona en el Palacio Municipal sólo unos meses atrás. (Me contaron que en la pieza hay posters gigantes de Luismi)

-“Qué afronta, qué despropósito, qué bárbaridad lo de mi hijastro”; pensé mientra viajaba de vuelta a Córdoba, esta vez en bicicleta aprovechando que es cuesta abajo.

Le devolví las placas a Estebanísimo que celebró no haber puesto en ellas el nombre de Cristian Castro con lo cual pueden ser útiles para algún otro cantante o artista que pise nuestro suelo.

Con Verónica nos seguimos carteando a la vieja usanza. Todos los días lo espero a Ramón, mi cartero favorito, con la esquelas de amor de mi bella diva mexicana.