Por Ayelén Naranjo . Este fin de semana, Carlos Paz cerró una nueva jornada electoral signada, una vez más, por la escasa participación ciudadana. Lejos de sorprender, la baja concurrencia consolida un patrón que se viene acentuando elección tras elección: la figura del Defensor del Pueblo no logra despertar el interés para movilizar a los carlospacenses hacia las urnas.

Los datos de participación electoral dibujan una curva descendente preocupante. En 2013, el 47% del padrón eligió a Alejandro Luchessi (UCR) como primer Defensor del Pueblo. Cuatro años después, solo el 36% concurrió a votar por Daniel Mowszet (Crecer por Carlos Paz). En 2021, la participación mermó al 25,54% cuando Víctor Curvino (Vecinos e Instituciones por la Defensoría) accedió al cargo. Pero esta elección marco un nuevo piso histórico. Curvino logró su reelección, pero con una participación de apenas el 17% del electorado.

Este fenómeno no es exclusivo de nuestra ciudad: la baja participación es una tendencia nacional. Sin embargo, aquí adquiere particular gravedad, pues refleja un desinterés profundo por una institución que ya muestra signos de desgaste en su legitimidad.

Por este motivo, la pregunta clave y que amerita nuestra reflexión es: ¿por qué los carlospacenses no quieren votar por su Defensor del Pueblo?

Intentaré dar respuesta a este interrogante analizando tres factores que convergen y que podrían contribuir a comprender esta desafección.

Ayelén Naranjo es licenciada en Ciencias Políticas y Magister en Gestión Política.

Primero: la percepción de gasto excesivo sin resultados proporcionales

De acuerdo con el Presupuesto General de la Administración Municipal 2025, del total presupuestado de 81.054.611.367 pesos, la Defensoría del Pueblo cuenta con una asignación de 475.034.000 pesos. Si nos preguntamos ¿en qué gasta la Defensoría del Pueblo?, podemos observar que el gasto total en personal (autoridades, planta permanente y contratados) asciende a 330.575.000 pesos, lo que equivale al casi 70% del presupuesto general. Si se suma las locaciones profesionales (profesionales externos) el gasto asciende a 437.670.000 pesos, lo que representa un 92% del presupuesto destinado a personal. Por otro lado, llama la atención que las Autoridades Superiores —es decir, el Defensor del Pueblo y su Adjunto— absorben el 56,5% del gasto en personal y el 39,3% del presupuesto global.

Este dato no resulta sorprendente si se considera que la Carta Orgánica Municipal establece que la remuneración del Defensor del Pueblo debe equipararse al del Intendente. Sin embargo, esta disposición, sumada a la falta de resultados visibles por parte del organismo, pareciera reforzar la percepción de que se trata de una estructura costosa y desconectada de las prioridades de los vecinos de la ciudad. Así, para una parte significativa de la ciudadanía, la Defensoría del Pueblo aparece más como un gasto público injustificado, que como una institución efectiva en la defensa de los derechos ciudadanos y la resolución de problemáticas concretas.

Segundo: falta de impacto visible

La Defensoría del Pueblo como institución parecería enfrentar serios cuestionamientos respecto a su capacidad para resolver los problemas reales que afectan a los vecinos de la ciudad.

Para el politólogo Fabián Repetto, la capacidad estatal refiere a la aptitud de las instituciones gubernamentales para resolver problemas sociales mediante políticas públicas que generen el máximo valor social posible. Es decir, que las acciones de los organismos estatales tiendan a beneficiar al conjunto de la sociedad. Esta capacidad estatal se compone de dos dimensiones clave: la  administrativa, que es la gestión técnica y burocrática del Estado, y la política, que es la habilidad para entender, representar y responder a las demandas sociales.

En el caso de la Defensoría del Pueblo de Carlos Paz, pareciera que no está funcionando adecuadamente porque carece de ambas capacidades esenciales. No logra captar ni representar de manera efectiva las necesidades reales de los vecinos (falta de capacidad política) y, al mismo tiempo, muestra limitaciones en autonomía y gestión para implementar soluciones (débil capacidad administrativa). Por este motivo, aunque exista formalmente, no cumple con su función de proteger derechos ni de contribuir a mejorar la calidad de vida de la ciudadanía. Si bien la Defensoría desempeña ciertas funciones específicas —como el asesoramiento legal gratuito, la defensa del consumidor y la mediación vecinal—, estas acciones resultan insuficientes frente a la magnitud de los problemas estructurales que atraviesa la ciudad y que los vecinos esperan ver resueltos.

Tercero: desconocimiento institucional

Según un relevamiento propio realizado entre 400 vecinos de los distintos barrios de la ciudad en 2021, cerca del 50% manifestó desconocer las funciones de la Defensoría o incluso su existencia. Este nivel de desconocimiento es un dato alarmante ya que refleja no solo el grado de desconexión institucional sino la falta de pedagogía cívica. Si partimos del diagnóstico de que muchos vecinos desconocen cuál es el rol de la defensoría del pueblo, ¿por qué dicha institución no focaliza en campañas informativas efectivas y programas educativos tendientes a su visibilizacion?, y si se ha hecho, ¿por qué las mismas no han tenido impacto?

Estos factores se ven agravados por un cuarto elemento: problemas en su diseño institucional.

La Carta Orgánica presenta algunas inconsistencias que no garantizan un funcionamiento coherente ni fortalecen su legitimidad ante la ciudadanía.

Si bien se establece que la Defensoría es un organismo independiente que actúa con plena autonomía y sin recibir instrucciones de ninguna autoridad, el mecanismo de elección directa introduce una tensión evidente. Aunque fue presentado como una innovación democrática que fortalece el vínculo con la ciudadanía, en la práctica queda sujeto a la lógica de la política partidaria. Si un candidato es promovido por un partido político —especialmente si es afín al oficialismo— se desnaturaliza su rol de contralor y se diluye la neutralidad institucional que se le exige.

Esta contradicción se agrava al considerar que, según la Carta Orgánica, desde el momento de su elección el Defensor del Pueblo tiene prohibida toda actividad partidaria. Entonces, ¿cómo se garantiza esta desvinculación si el ingreso al cargo se produjo precisamente a través de un partido político? Aun sin participación directa posterior, la afinidad o deuda política puede afectar la percepción (y, eventualmente, el ejercicio) de la independencia esperada.

Otro punto que merece ser revisado es el requisito etario. Mientras que para ser concejal basta con haber alcanzado la mayoría de edad y para ser intendente se exigen 25 años, tanto el Defensor del Pueblo como el Adjunto deben tener al menos 40 años. La diferencia plantea interrogantes sobre los criterios utilizados por los constituyentes, ¿se habrá asumido que la función exige un nivel de madurez, experiencia o formación superior? Si así fuera, cabe preguntar por qué esos mismos criterios no se aplican a los otros cargos electivos.

Finalmente, uno de los aspectos más controvertidos ha sido el nivel de remuneración. Equiparar el salario del Defensor del Pueblo con el del Intendente resulta difícil de justificar cuando se observan las notorias diferencias en responsabilidad y gestión entre ambos roles. En conjunto, estas inconsistencias no solo debilitan el funcionamiento cotidiano de la institución, sino que retroalimentan la percepción de que su existencia responde más a una construcción burocrática costosa que a una verdadera herramienta de defensa de derechos ciudadanos.

La necesidad de una reforma

En este contexto, se vuelve imperativo repensar el rol del Defensor del Pueblo. Esta figura requiere de una revisión profunda que considere su sentido, utilidad práctica y legitimidad democrática.

El Concejo de Representantes no puede desoír el mensaje ciudadano expresado en las urnas. Es necesario iniciar un proceso de revisión de la Carta Orgánica Municipal que contemple, en una posible enmienda, la reconfiguración de esta institución, ya sea mediante su rediseño o su eventual supresión. Sea cual fuere el camino elegido, este debate deberá sostenerse sobre un amplio consenso político y social, con la participación activa de las organizaciones de la sociedad civil y de la ciudadanía en general.

Los vecinos hablaron con su ausencia. Ahora le toca a la política hacerse cargo del mensaje.

 

Ayelén Naranjo es licenciada en Ciencias Políticas y Magister en Gestión Política en orientación de políticas públicas.