Por Estela Zanlungo. En momentos de profunda zozobra, cuando se rompe el tejido social y el hambre es prioridad, está claro que uno tiende a hacer foco en lo urgente y deja lo demás para después. Sin embargo, los que trabajamos con el lenguaje percibimos que este nos constituye y termina siendo un error no reparar en lo que opera detrás de lo que se dice y en el modo de hacerlo.

Durante todos estos años fue un dolor y una rabia comprobar que la palabra vaciada de significado acaparó el eje del escenario. Así, nos habituamos a discursos que no querían decir nada, apreciaciones encontradas con la realidad, o peor aún, contrapuestas a ella, en boca de los que debían ser los mejores de todos nosotros, los que la mayoría había elegido para que nos representaran, y todo en un contexto de naturalización del empobrecimiento de la palabra, en un contexto mayor que – ya se verá – ha pendulado entre la ineficiencia y algo peor.

Todos hemos hecho chistes (¿podíamos hacer algo más?) y compartido posteos en las redes que tuvieron como centro la lengua titubeante de una vicepresidenta de la Nación que terminó dando más pena que enojo.

Fueron muy difundidas las imágenes que mostraron a un funcionario soplándole al presidente lo que debía decir. Más tarde, anduvo dando vueltas un compilado que daba cuenta de que el lenguaje con que las autoridades le hablaban al pueblo presentaba similitudes asombrosas con la arenga de los pastores en sus prédicas.

Un párrafo aparte para las delirantes manifestaciones de una diputada de la Nación que incluso llegó a mostrarse durmiendo abrazada a su muñeca, hecho que configura otro plano, no verbal, del discurso.

Lo que en un principio podía ser entendido como una falta a la verdad, especialmente cuando se trató de promesas difíciles de cumplir en el plano de lo ideológico, a lo largo del tiempo terminó sonando al oído atento como una provocación o una bravuconada: te miento en la cara ¿y qué?

Las deficiencias del lenguaje denuncian otras cuestiones que subyacen, porque si esto es lo que muestro, una palabra anulada por su propia forma defectuosa, ya sea por banal o por perversa, resulta impensable imaginar qué hay en los sitios donde se corta el bacalao.

Por eso, cuando hace días escuché al gobernador de la provincia de Buenos Aires hablar durante horas sin leer, cuando dijo “industricidio” sin que se le trabara la lengua y después se emocionó por el tenor de su propio discurso, me dije: es por aquí, y la palabra, reafirmo, siempre habla de lo que quiere, pero revela impensables capas de sentido.

 

Estela Zanlungo es poeta y docente. Ha publicado Soñar con agua (Del Dock, 2014) 1er premio Fondo Nacional de las Artes 2012 y Los días del buitre (La mariposa y la iguana, 2018), declarado de interés municipal en Lomas de Zamora. Se encuentran inéditas sus obras Los hijos de la jauría, La estación del sol oblicuo y Gerli. Coordina talleres de escritura en Adrogué, Provincia de Buenos Aires.