Por Gustavo Oviedo. La bruma de la niebla, el frio, una ténue llovizna que el viento empuja, para golpear sobre el rostro y las manos desabrigadas. La triste mirada de una vaca blanca que contrasta con lo negro tiznado del piso, del alambrado y los postes (o lo que quedó de ellos) presentan una postal lúgubre y penosa.

La Reserva de Monos Carayá está en pleno movimiento con tres camionetas de bomberos que colaboran sigilosa pero activamente con los voluntarios y las hijas de Alejandra Juárez, la creadora y sostén de este paraíso. Hombres y mujeres trabajan separando, trasladando insumos, alimentando, reconectando cables para restablecer energía, y, devolviendo a los pumas a su hogar. “Las habitaciones de las casas se estaban llenas de animales ya que era la única forma de resguardarlos del fuego”, asegura Alejandra que vivió su peor domingo este fin de semana cuando las llamas arrasaron su campo en el límite entre los departamentos Punilla y Colón.

La mujer se toma 10 minutos para acceder a la entrevista y camina hasta el bosque “¡que milagrosamente se salvo” ya que allí es donde están las mayoría de las familias de los monos. En un momento se detiene, saca dos frutas de los bolsillos de la campera húmeda por las gotas de agua de lluvia que caen desde los árboles, eleva sus manos y su mirada hacia la altura, como una alabanza de agradecimiento. Y exclama: “Chicos, miren que tengo!”. Al instante, aparecen misteriosamente desde las copas, que parecían vacías, dos monos que tímidamente se acercan a buscar su alimento. “Hace tanto tiempo que no reciben visitas que están un poco vergonzosos”, cuenta.

Triste, abrumada por ajetreo que implicó el incendio, con el cabello recojido y mojado como sus zapatillas, pero con el espíritu y el amor intacto por lo que hace, dice: “¡La lluvia bendita nos vino a traer la paz después del infierno!”.

 

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