El nombre quedó y aunque a algunos les suene con un tono despreciativo, no entiendo lo viejo como algo negativo. Viví unos años sobre calle Arruabarrena y aprendí a sentir el barrio como parte mía. Por eso, este paseo matinal en busca de una mirada renovada tiene algo de nostalgia y también un poco de asombro por lo nuevo.

El Centro Viejo empieza y termina en el Puente Carena, que lo separa del que llamamos Centro Nuevo. Es simple, primero se desarrolló esta parte y en torno al reloj Cu Cú se fue forjando la historia turística de la ciudad, entre tiendas de ropa, carnicerías, mercaditos y parrillada.

La primera cosa que noté siempre en este sector de la ciudad es que es ajeno al pretendido glamour de las marquesinas y eso a pesar de que -dicen los memoriosos- el teatro empezó de este lado en lo que es hoy la Parilla El Velero. En las calientes tardes de verano se podía ver al mismísimo Darío Vittori regando el techo de paja de la parrilla donde se actuaba por las noches. Me lo contó Emilio Disi en un café junto con otras historias que guardo para otros apuntes.

Caminé un rato más y me topé con el diseño arquitectónico llamativo del local de los alfajores El Nazareno. El calor se me hizo insoportable, entré para aprovechar el aire acondicionado y el generoso sillón rojo del salón de venta. Sentado, me puse a leer los escritos en letras góticas estampados en el techo, algunos en latín, otros en español. Frases. República Argentina, en varios lados.

Tomé fuerzas y salí de nuevo a la calle y el calor me pegó en el pecho. Caminé hasta Parada 5, el pollo asado más conocido de Carlos Paz. El dueño compartía algo fresco con los parroquianos y me llamó la atención la pila de pollos esperando atraer clientes con ese aroma tan llamador.

Al frente me esperaba Alejandro Genoves, el dueño de la fiambrería más vieja de Carlos Paz: La Álfaga. La fundó su padre, Victorino, hace 43 años, cuando el Mundial 78 estaba por comenzar. Le conté que recordaba cómo su papá hacía cuentas larguísimas con papel y lápiz. Él me habló de estos tiempos de celulares y consumo extremo y poco tiempo para pensar, para mirar. Me mostró las piedras que pinta su hijita de 8 años. Piedras del río intervenidas con colores vívidos que ahora adornan su negocio.

Está la vieja radio de su padre en busca de un repuesto raro para estos tiempos, una lámpara, que sólo se consigue en Buenos Aires. Está la balanza de siempre y, en reparación, la cortadora de fiambres manual.

Volví a bajar por Arruabarrena como en los viejos tiempos. Saludé a Guillermo, el peluquero al que tengo abandonado, y seguí hacia el lago. Saludé a los cisnes – los hidropedales- y me animé a cruzar por el Puente del Centenario cuidando cada paso por mi vértigo de siempre.