Por Luis María Amaya. De Guy Debord a Paula Sibilia ha corrido la suficiente agua bajo el puente como para que lo que aquel presagiaba sea el súmmum hoy de aquella Sociedad del espectáculo a este Show de un Yo que extrema la pulsión de muerte hasta límites inimaginables hace muy poco tiempo atrás.

Un padre (función paterna) del que no quedan casi rastros, bajo ninguna de sus formas -familia, instituciones intermedias, Estado- deja el territorio a expensas de un goce desbocado que, paradójicamente, pide a gritos la intervención de una Ley que establezca, con firmeza de hierro, el límite.

De nada servirá horrorizarnos ante los hechos -que sin duda dan cuenta de un desquicio, o sea: de una ausencia de gozne que amarre el deseo al Sentido-.

Es cierto que entre otras cosas ellos han perdido el pudor, y la vergüenza, pero nadie llega a tanto sin espejos en los que mirarse.

Ellos son los encantadores retoños de lo que en los últimos cincuenta años hemos hecho mal, sobre todo por omisión.

Los hemos dejado en el desierto, a merced de una suerte que no podrán sortear por si solos; tal vez las formas bárbaras con que expresan sus actos sean las únicas que puedan balbucear para reclamarnos que, de una vez por todas, asumamos nuestra condición de adultos. Ésa que nunca debimos abandonar.

*Confortablemente adormecido, Pink Floyd.