Después de 23 meses bajo el estricto régimen carcelario de El Salvador, Alejo Arias (26) finalmente regresó a su casa en Rivadavia, Mendoza. Fue un reencuentro lleno de emoción, abrazos y lágrimas, luego de una experiencia que él mismo describe como un “martirio”.
Arias había viajado en marzo de 2023 a El Salvador para trabajar, sin saber que la oferta que aceptaba lo involucraría en una trama ilegal. El 14 de julio de ese mismo año fue detenido junto a varios colombianos, acusados de integrar una red de microcréditos clandestinos vinculada al lavado de dinero. Desde entonces, vivió en carne propia el régimen de excepción que impuso el presidente Nayib Bukele en su guerra contra el crimen organizado.
La liberación llegó el 29 de mayo, durante una audiencia judicial. Un juicio abreviado, en el que Arias aceptó su responsabilidad, permitió que se le conmutara la pena, considerando el tiempo que llevaba detenido. Su abogado, Miguel Ángel Pierri, confirmó que el joven no podrá volver a El Salvador por los próximos cinco años.
“Se hizo todo de acuerdo a las leyes de allá. Dentro de todo me trataron bien”, dijo Alejo en declaraciones breves a la prensa, bajo la mirada protectora de su padre, quien pidió no revelar más detalles sobre el proceso judicial. El joven prefirió enfocarse en el presente: su familia, el regreso a casa, y la posibilidad de volver a empezar.
El regreso comenzó en Ezeiza, donde lo esperaban sus padres, Sandra y Mauricio. Luego de un breve paso por Buenos Aires y una reunión con funcionarios de Cancillería, voló a Mendoza. En el aeropuerto El Plumerillo, decenas de familiares y amigos lo recibieron con carteles, remeras con su rostro y una calidez que contrasta fuertemente con el encierro y la soledad que vivió.
Durante su detención, Alejo pasó por El Penalito, una suerte de comisaría de tránsito de reos, y luego por el Centro Penal de Jucuapa, un establecimiento de mediana seguridad con condiciones de hacinamiento. Pasó meses incomunicado, sin posibilidad de hablar con su familia, y encontró en la fe un ancla para sostenerse. “En ese lugar uno pierde la felicidad”, confesó.
Arias, que había cursado estudios secundarios en el colegio Santa María de Oro y había iniciado la carrera de Radiología en la Universidad de Congreso, tenía también experiencia trabajando con su padre en una pinturería. Para viajar a El Salvador, vendió su auto y aceptó una oferta que —según su familia— desconocía sus verdaderas implicancias.
Ahora, con la libertad recuperada, Alejo solo quiere disfrutar de los afectos. “Comer un asado de mi papá o unas empanadas de mi abuela, con eso me alcanza”, dice. Aunque no descarta volver a trabajar en el exterior, por ahora quiere reencontrarse con las pequeñas cosas: el mate, la familia, las costumbres que tanto se extrañan.
A los jóvenes que piensan en emigrar, les deja una advertencia: “No hay que aceptar rápidamente una propuesta sin evaluar bien lo que se ofrece. Hay que ir de a poco”.





