Este lunes se confirmó la triste noticia del fallecimiento del Negro Pirucho, un cuartetero que nació en Malagueño pero recorrió la provincia y el país con su música.
El cantante transitaba un cuadro grave desde hace algún tiempo que no se pudo revertir.
Fue uno de los precursores de la música cordobesa e integró el Cuarteto Universal junto Coquito Ramaló en reemplazo de Carlitos “la Mona” Jiménez.
Luego se lanzó a su carrera solista que lo llevó a transitar las rutas del país llevando la música de Córdoba a los pueblos y ciudades del norte y sur de la Argentina.
Carlos Paz Vivo comparte una crónica de Fernando Agüero, que apareció en el libro La Vida por Brown, en homenaje a este hombre de la cultura popular que deja un legado de canciones con el tunga tunga como esencia.
“Voy a morir cantando”
En los 90 nos reunimos en el mismo lugar, el comedor de su casa en la esquina de General Bustos y Salta.
Yo vivía a la vuelta, en la casa de mis viejos, y al igual que hoy, esa tarde caminé desde ahí para hacerle una nota sobre su carrera en la música.
La entrevista apareció en Página Abierta, el periódico que habíamos fundado con un grupo de aspirantes a periodistas del pueblo cuando todo en esa profesión era artesanal y motivante.
El comedor es minimalista. Una mesa con cuatro o cinco sillas, y en el fondo, una amplia cocina por la que camina un pequeño de unos 5 o 6 años que es una réplica casi perfecta de mi entrevistado.
Le pregunto su nombre completo y me responde que se llama Rubén Antonio Membribe, que tiene 67 años y que canta desde que tiene memoria.
El niño es su nieto; se acerca a saludarme con un choque de cinco. Luego me ofrece el puño, yo el mío; los chocamos y sonreímos.
Rubén me cuenta que fue alumno de mi madre en la escuela de varones Manuel Belgrano. En aquella época había dos escuelas que funcionaban en el mismo edificio, en la esquina de Belgrano y Mercedes Navarro de Ferreyra.
La de mujeres se llamaba José de San Martín y desapareció cuando se unificaron los dos turnos, el colegio se hizo mixto y conservó el nombre del creador de la bandera. Allí,
mamá fue maestra desde los 18 hasta los 50 años. Y en el patio hay un palo borracho gigante que la historia familiar dice que plantó mi madre en un acto escolar cuando tenía
10 años.
Para la familia y el resto de la humanidad, mi vieja era Pirucha, la Piru. Sólo en su estrechísimo entorno familiar sabíamos que se llamaba Esteher, así, con esa hache entre dos es. Muchas veces nos contó que una vez fueron a buscarla a la escuela con su nombre real. Y que ella misma se ofreció a buscar a la tal Esteher.
Una tarde de 1984, un Ford Falcon impecable y lustroso estacionó frente a la puerta de la casa paterna de Rubén, en la parte más alta del pueblo que se conoce como La Lomita.
El que se bajó a tocar la puerta era Coquito Ramaló, uno de los astros del cuarteto, ese género que no paraba de crecer en los barrios humildes de la capital y en los pueblos del interior.
En los setenta y ochenta, el Boca-River musical de Córdoba se daba entre el Cuarteto Leo, que llevaba el nombre de la mismísima creadora del género, Leonor Marzano, y el Cuarteto de Oro, la formación de Ramaló, que tenía como cantante nada menos que a Carlitos “la Mona” Jiménez, el mito viviente de la música cordobesa que estaba en las puertas de su ingreso al salón de la fama nacional.
La visita de Coquito tenía un único objetivo: le propuso a Rubén ser el reemplazo de la Mona que iba a estar fuera de la escena durante algunos meses. Le habían diagnosti-
cado pólipos en la garganta y tenían que extirparlos.
“Ramaló vino con José Concha, que era un acordeonista bárbaro que teníamos en el pueblo y que estaba en su cuarteto.
Se bajaron del Falcon y José me dijo: –quiere que reemplaces a la Mona.” –Quiere saber si podés empezar a ensayar porque Jiménez va a estar dos meses sin cantar –le dijo José, como si oficiara de traductor.
A José lo conocí en los 90, en la previa de un baile de la Mona en el Club Martín Ferreyra. Mientras esperaba en el bufet para hacer una nota con el ídolo del cuarteto, me tiré
el lance para tener la palabra de José, que era del pueblo y, como tocaba con la Mona, por esos años se había transformado en una leyenda para los malagueñenses.
–Soy menos diez para hablar –se excusó y yo me sorprendí con la aplicación de la puntuación del Chinchón en una frase que quedó en mi memoria como un texto en
papel con resaltador amarillo. De vez en cuando la uso como lo hago con otros giros del lenguaje que escucho a mis amigos o a gente que entrevisto. Aunque sean fallidos, me quedan para siempre y los aplico adrede o “al propósito”, tal como me dijo una vez una joven en mi pueblo.
Me pasa con la palabra “anécdota” desde que le enseñé a Charly, un viejo compañero de trabajo, a pronunciarla de manera correcta y no como lo hacía hasta ese momento:
acnédota (dos veces sic). El tema es que a mí me quedó decir “acnédota”.
José murió de manera trágica en un choque cuando volvía de un baile en octubre de 1996. En Malagueño, su figura sigue siendo una leyenda.
Rubén no dudó un segundo en aceptar la propuesta de Ramaló y a los pocos días lo mandaron hasta la casa de la Mona para que le preste algún traje para ponerse
en los bailes.
–Fui a la casa y me hicieron subir hasta un primer piso para ver un placar lleno de trajes. Yo elegí uno bordó.
Coquito Ramaló vivía en un chalet del Cerro de las Rosas, cuando ese barrio era cuna de la oligarquía cordobesa.
La Mona también eligió a ese barrio como refugio.
–Hicimos un ensayo en la casa de la calle Mayor Arruabarrena. Ahí vivía Ramaló. Ensayamos con piano de madera, violín, acordeón, bajo; los instrumentos del cuarteto tradicional –me cuenta.
–Nunca lo imité a Jiménez, la voz que tengo es mía –me dice.
Pero, como el timbre de voz y el estilo eran tan parecidos, a un colaborador de Ramaló se le ocurrió un nombre artístico para Rubén: –Vos te vas a llamar Pirucho –le dijeron una noche y, si bien no tenía mucha alternativa para negarse, el cantante de Malagueño aceptó sin saber que ese nombre lo iba a acompañar hasta estos días.
El nombre artístico se inspiró en el personaje que llevó a la fama al imitador Miguel Ángel Cerutti en la Peluquería de Don Mateo, el éxito televisivo de esos años, con Jorge Porcel y Rolo Puente como protagonistas. Pirucho era un robot que aparecía en el ciclo de Sofovich con imitaciones de los cantantes del momento.
El programa llegó a tener niveles de audiencia que nunca más se repitieron en el país, salvo en un partido de la selección durante algún mundial de fútbol. Y Cerutti se transformó en uno de los referentes del humor de la Argentina. En los 2000 llegó a Carlos Paz con Nito Artaza y le hice algunas notas tras bambalinas. El trato siempre fue cordial y alegre, de un tipo que puede ser campechano y a la vez, con aires de mundo.
–En los bailes de Ramaló, hicieron un concurso. Venga, cante como la Mona y gane 500 pesos –me cuenta Pirucho y, con una mueca de picardía– a mí no me dejaron participar, “sos profesional”, me decía Ramaló.
Los meses en el Cuarteto de Oro fueron un sueño cumplido para Rubén, que había arrancado bien de abajo. Ya era Pirucho.
Y, después de cantar en las mejores plazas de Córdoba capital y el interior, para él ya nada volvería a ser lo mismo.
Las maestras de la primaria lo convocaban para cantar en los actos y formar parte del coro de la escuela. Su carisma y un timbre de voz muy particular y sonoro fueron y siguen siendo su principal atractivo.
Aprovecho este encuentro en el comedor de su casa de la esquina de General Bustos y Salta para decirle que más allá de que el cuarteto como género no me atraiga en lo absoluto, siento que la sangre fluye de otra forma en mis venas cuando lo escucho cantar a él, el cuartetero de la vuelta de mi casa.
Me viene un flashback de mi niñez. Tardes de calor en los veranos de pueblo y un marcado tunga-tunga que sonaba fuerte en la manzana del viejo barrio Horacio Ferreyra que perdió su nombre con los años y quedó así nomás, como Malagueño Centro.
Los chico del barrio salíamos corriendo hacia esa casa y éramos el público de los ensayos del Cuarteto Universal, una de las primeras formaciones que tuvieron a Rubén
como cantante.
Según su registro, lo acompañaban su primo, José Membribe, en batería y percusión; el recordado José Concha; el Chivo Quiroga, en el bajo, el “Mono” Burgos en la locución
y un pianista de tango que viajaba desde Córdoba.
Rubén me cuenta que casi todos los músicos de Malagueño de aquella época salieron de la academia de Olga Piccinini, una profesora que tocaba casi todos los instrumentos y formó a una generación.
–Yo fui un tiempo, pero no aprendí a tocar nada y quedé como cantante –dice.
La primera agrupación en la que cantó fue Los de Colombia, cuando tenía 14 años y con los otros chicos de su edad se lanzaron a sones tropicales. Para la percusión, armaron una estructura con latas de dulce de batata y palos de escoba.
Al güiro, que tocaba su consuegro “Gallo” Jerez, lo armaron con un cuerno de vaca al que le marcaron rayas con un cuchillo bien afilado.
Después llegó el Cuarteto Universal, que se paseó por los principales escenarios de Córdoba como soporte de otras bandas en bailes infernales. Cuando “La Mona” se
lanzó como solista se llevó a José Concha y el Universal se desarmó.
Nació Pirucho y comenzó el camino solista de Rubén. Fue una década de bailes de lunes a lunes. De estadios llenos y de viajes eternos por todo el país.
De pronto, se transformó en una figura conocida en Buenos Aires y casi todos los fines de semana tenía presentaciones en las bailantas del conurbano.
–Estuve en Buenos Aires de gira antes que Rodrigo –asegura y sigue–. No me gustaba el ambiente, pero me fue muy bien. Lo daba vuelta a Fantástico, en Once. La Plata, Constitución, 9 de Julio, José C. Paz, todos eran lugares conocidos para el cantante de Malagueño que recuerda que en esa época los famosos en Buenos Aires eran él y el riocuartense “Conejito” Alejandro.
–Le preparamos el camino a los que vinieron después –dice, sin dudarlo.
–Para entrar a Buenos Aires hay que tener carisma y a mí me iba muy bien. La gente me amaba –asegura.
–Tenía un Renault 12 y nos íbamos todos ahí. A veces contratábamos músicos de Buenos Aires para no gastar tanto en hoteles y comida –dice–: los jueves nos íbamos y teníamos bailes viernes y sábados. Los domingos pegábamos la vuelta.
Cuando presenté mi primer libro, Quemar a Papá Noel, a Iván Ferreyra, el editor, se le ocurrió que la música que tenía que sonar de fondo era la de Pirucho.
Quemar se publicó el mismo año que la biografía de La Mona que escribió Jorge Cuadrado.
Cuando le conté la historia de Piru, Iván enloqueció.
–Tanque, tenés que escribir la de Pirucho –me repitió hasta el cansancio por esos años.
Nunca lo hice, pero acá estoy, recorriendo ese camino en el que entrecruza mi vida con la del cuartetero de mi pueblo, el de la vuelta de mi casa.
Los viajes lo cansaron y en 2000 decidió vender todos los instrumentos y “colgar los guantes”.
Unos años después, consiguió trabajo en la Municipalidad como chofer del camión de la recolección de residuos, la misma función que cumple hasta estos días desde hace
16 años.
Dice que para él es tan honesto y valorable subirse a un escenario y cantar para mil personas como manejar el camión de la basura.
Con “la Mona” Jiménez no llegó a tener mucho trato y asegura que no hay ni hubo problemas entre ambos.
–Me nombra en el libro –dice, en referencia a la bio que escribió Cuadrado.
Yo siempre pensé que pudo haber cierto recelo de parte del “Mandamás” contra Piru. Pero creo que a él lo tiene sin cuidado.
Rubén está frente a su gente en la Plaza Belgrano. Es domingo y detrás suena su banda con los cuartetos de siempre. Entre los músicos está su hijo, Gastón, el artífice de su regreso a los escenarios hace ya algunos años.
Dice que se siente más vivo cuando canta ante su público.
Dice que no parará más.
Pirucho, mi vecino, el de la vuelta de casa, el cuartetero más famoso de mi pueblo, dice:
–Voy a morir cantando.
Foto Carolina Martínez