Yoshiko Kohari vivió en Carlos Paz hasta su muerte hace algunos años en una casita ubicada sobre la avenida Uruguay. 

Su testimonio quedó plasmado en una entrevista que publicó La Voz en 2010, cuando tenía 93 años. En su casa de Carlos Paz la mujer lloraba ante el pequeño altar que tenía en una de las habitaciones dedicado al buda Gohonzon.

La escena se repetía todos los años los 6 de agosto para recordar a los muertos y agradecer por la vida. En 2010 era una de las 12 personas sobrevivientes de la bomba atómica que Estados Unidos arrojó sobre Hiroshima en 1945. Tres días después, se arrojó otra bomba sobre Nagasaki.

Se estima que las bombas matron a 166 000 personas en Hiroshima y 80 000 en Nagasaki, totalizando unas 246 000 muertes, aunque solo la mitad falleció los días de los bombardeos. Entre las víctimas, del 15 al 20 % murieron por lesiones o enfermedades atribuidas al envenenamiento por radiación.​

Recuerdos del horror

Yoshiko recordaba con lucidez aquella mañana horrenda en la que el cielo se cubrió de negro presagiando la muerte de casi toda su familia.

En el reportaje que publicó La Voz, la mujer mostraba su emoción cuando recordaba a su sobrina de 24 años que salió de la casa a trabajar y murió aquella mañana. También memoraba a su tío que con quemaduras en la mitad de su cuerpo.

El marido de Yoshiko, como casi todos los hombres jóvenes, había partido a la guerra y la mujer tuvo que hacerse cargo del cuidado de sus cinco hijos. La familia vivía en los alrededores de Hiroshima y aquella mañana Yoshiko, que entonces tenía 25 años, había planificado ir al médico para que le revisaran una pierna que le dolía desde hacía tiempo.

“A las cinco de la mañana escuchamos por la radio que nos avisaban que venían aviones norteamericanos”, contó la mujer. “Al amanecer llegó a casa el hermano de mi marido a traernos verdura y a eso de las ocho escuchamos una gran explosión”.

Instruidos por el gobierno japonés, la familia se arrojó al piso tapándose las orejas y los ojos. “El cielo se oscureció y cuando pasó la onda expansiva pudimos ver el hongo que se formó sobre la ciudad. Fue algo horrible”, se explaya.

En ese 6 de agosto fatídico y terrible, Yoshiko rompió en llanto al pensar en toda su familia que vivía en el centro de la ciudad. “Los hermanos de mi madre tenían comercios en la ciudad, todos ellos murieron”, afirma.

A las pocas horas las sirenas de los bomberos llegaron hasta el caserío en el que vivía y se empezaron a escuchar los altavoces que solicitaban la ayuda de los vecinos para atender a los heridos. “A las 14 llegó un camión lleno de gente herida que lloraba y pedía ayuda”, recordó la mujer .

“Al rato vimos llegar a un hombre con el cuerpo quemado, las ropas rotas, y un niño recién nacido en los brazos. Le preguntamos dónde estaba la madre y el hombre, aturdido, nos dijo que no sabía”, dijo y relató que trabajó durante varios meses como enfermera en hospitales y escuelas de la zona.

“Esa tarde, en el hospital, me tocó cuidar a un niño de cinco años que me pedía agua. Cuando le iba a dar, un bombero me dijo que no lo hiciera, que le iba a hacer daño. Esa noche murió”, relata.

“En el hospital me dieron un número, el 5, el mismo que tenía la persona a la que tenía que cuidar. Cuando la encontré era una mujer a la que habían puesto boca abajo. Tenía toda la espalda quemada. La piel era dura, como madera. Y debajo de ella había gusanos”.

“No puedo contar cuántos familiares murieron ese día. Tengo bronca. No se va con el tiempo y es una bronca asquerosa. No entiendo cómo pudieron matar a tanta gente inocente, a tantas criaturas”, afirmó.