“Déjate llevar con ella de la mano y mójate en su sombra
como si le sorbieses lo más puro del alma”.
M.J.C.

El 14 de agosto, Manuel J. Castilla (Salta, 1918-1980) cumpliría cien años. Su poesía, escrita y publicada entre 1941 y 1979, atraviesa cómodamente el tiempo y se mantiene hermosamente viva, dando acabadas respuestas estéticas a los requerimientos de esta, nuestra época globalizada de cruces, desplazamientos, fragmentaciones, identidades autopercibidas y múltiples etcéteras.

Como la de Castilla, son muchas otras las poesías de grandes poetas argentinos que esperan con paciencia un redescubrimiento o una relectura (en muchos casos una primera lectura) en razón de distintos factores que en el momento de su aparición las invisibilizaron: desde la estrechez y egoísmo del “mercanon” (como dice una amiga) o las operaciones de tráfico de influencias que desde siempre atravesaron el campo de la poesía, hasta los amordazamientos ideológicos y las asimetrías de las políticas editoriales y culturales del país.

Los principales ejes que atraviesan la poesía del salteño básicamente tienen que ver con: la poesía anónima y popular, la celebración del entorno (y sus pertenencias continentales), la condición social del hombre, la celebración de la amistad y -de manera muy especial- con la muerte. Cabe destacar que su poesía -quizás mejor que muchas otras- permite mostrar a lo social (a lo extra y a lo contextual, entendido ello en un sentido amplio) como forma misma, como lo social creado; intrínseco a cada poema y a la obra en su conjunto; y no como algo que funciona de manera separada, por caso como mero soporte exterior (o como exterioridad reflejada en un “discurso” poético) Y es desde tal estado de cosas que una producción como la de Manuel J. Castilla impone no olvidar el hecho de que existen obras por medio de las cuales el arte y la cultura de un país efectivizan, aunque sea tardía y parcialmente, el pago de antiguas y significativas deudas pendientes: en su caso, contribuye a que finalmente reconozcamos nuestra pertenencia al resto de la comunidad latinoamericana cobriza y con tonada.

El poeta salteño/latinoamericano

Entre otros, insisto en que ese es uno de los logros importantes de esta poesía respecto del arte, la cultura y los contenidos de vida de ese gran espacio latinoamericano, no siempre reconocido como tal (con su historia de milenios a cuesta, vertebrado sólidamente por duraderas tradiciones andino/chaquenses), según es nuestro noroeste argentino.
Y se trata de tradiciones culturales vivas lo que se respira en todos y en cada uno de sus poemas y en sus canciones (que desde hace tiempo integran lo mejor de nuestro patrimonio popular). Tradiciones que, sin embargo, lenta pero persistentemente, van siendo cosificadas, procesadas y mercantilizadas (por ejemplo por lo turístico). Tradiciones, marcas y rasgos que aún hoy, en la misma medida en que operan activamente en hábitos e imaginarios de las provincias argentinas del NOA, se van disolviendo, irremediablemente, en su descenso por las llanuras que conducen hacia nuestra megápolis portuaria: reconocido centro de instauración y legitimación de discursos, valores y categorías de un sistema literario nacional que, especialmente en los tiempos en que Castilla escribía y publicaba, fue reacio a tratar de modo igualitario con las producciones y modelos tanto de provincias interiores como de países limítrofes.

El hecho es que desde su condición de argentino/salteño/latinoamericano, Manuel J. Castilla dirá, por ejemplo:

(………)
Dejo mis ojos en los ojos de la chola que al alba
en La Paz de Bolivia, lloviznosa,
me daba su corazón en un ponche morado y humeante
y canto con colores despacito por ella calle arriba.

No quiero que se apague esa mujer que en México
vendiéndome una iguana como la iguana misma me miraba
y eran sus brazos leña alzada y ardiendo en fuego
negro
bajo el cielo celeste y llameante de una lisura hermosa.
Defiendo a puro júbilo los más tristes crepúsculos
donde por los andenes de llorar vuelvo a veces.
Llevo al hombro una caña con un ramo de flores en la punta,
Con esa bandera pondré mi chichería y llamaré a la
gente aromándole el aire
y cantaré con todos la canción con que el hombre
se siembra sobre el hombre.

de: “Bandera de chichería” (Triste de la lluvia, 1977)

Indudablemente, leyéndolo a Manuel J. Castilla, uno reconoce inmediatamente las hasta hace poco marginales conexiones con el Continente al cual, a pesar de nuestro histórico y voluntario encierro, pertenecemos los argentinos.
Cabe, paralelamente -y poniendo de relieve otro de los ejes de su poesía- considerar a Castilla también como a uno de “los últimos” que conocieron y dijeron sobre aquellas cosas que Rainer M. Rilke -a quien hay que citar porque él vivió un quiebre clave- definía como “aún dotadas de vida”; pero que en su declinación estaban siendo sustituidas por cosas vacías (por “trampas de vida”, como las llamaba) producidas por un nuevo mundo tecnologizado de la serialización y la velocidad, que a todo lo vuelve rápidamente perentorio y renovable. Cosas ya sin nada que las atraviese humanamente, que mantenga de ellas, no su recuerdo, sino esa densidad, esa consistencia que dan los valores láricos o ciertas costumbres y memorias familiares.
Dirá Castilla:

Este trinchante oscuro,
este espejo callado entre biseles,
estos leones negros que miran sin ser buenos ni malos
(………)

Era la madre, entonces.
La de los añonuevos.
La que nos venía a ver desde sus muebles,
en los que había quedado adormecida
y por donde vagaban recordándose
las manos rosas de su casamiento.

Desde esos muebles hondos
las almendras con ella;
desde el júbilo largo los yaravíes con ella,
y las zambas airosas, con ella. Y más con ella
la glicina soltando sus crespones de olvido.
Por allí regresaba.

de: “Como una sombra dulce” (Triste de la lluvia, 1977)

Ya en perspectiva cultural, se lo advierte penetrando demiurgicamente en secretas conexiones entre analogías remotas, o en disputas y negociaciones entre la vida y la muerte, entre el ser y el no ser de las cosas (que aún hoy dan vida a creencias y hábitos tan presentes en la imaginería popular noroestina) y que serán recorridos con baquía, una y otra vez, por su palabra, con eficacia chamánica, mostrándonos todavía a lo indeterminado (al modo de to ápeiron, elemento primigenio que según el viejo Anaxímenes era el barro primero de todas las cosas) dudando decidirse entre formas, géneros y especies:

He visto un niño colgando del techo de un mercado
en Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia.

Dormía en su cuna de lona
entre el chillido verde tierno y hediondo de los monos,
entre ramos de acelgas arrugados,
entre los mágicos y desnudos cuerpos humanos de las zanahorias
junto al pan hebroso y blanco de las mandiocas.

Ahora lo recuerdo
su sueño me quema todavía
con la leche apurada que le daba su madre,
con el pico crepuscular de los tucanes
que lo hubieran tragado como a un tamarindo.

El niño era una semilla preñándose en la lluvia
sin saber si iba a ser una flor o una lechuga.

de: “Niño dormido en un mercado” (Triste de la lluvia, 1977)

Y es que más que conocer, Castilla sabe. Porque su poesía sabe; sobre todo desde que fue capaz de advertir cuánto es lo que perdió la sabiduría por/con el conocimiento.
Recordémoslo escribiendo, por ejemplo: “Mi sabiduría viene de esta tierra”, cuando le pidieron una frase para el frontis de la Universidad de Salta.

Y quizás sea simplemente esto: que Castilla dio, finalmente, con la clave: que al principio de todo fue la Poesía Y que él -El Poeta- estaba ahí, hundiendo simplemente sus manos en la tierra -en su tierra- para nombrar debidamente a las cosas. Para ser el nombrador, como se dice en el NOA. Y para mostrarlo. Sobre todo porque él -El Poeta- sigue viendo, sigue viviendo en ese principio. Y lo comparte poniéndolo en palabras; dándole la razón al Pessoa que decía que ”Los campos son más verdes en el decirlos que en su verdor”.

Y quizás para volver, con ello, a darle a la poesía de palabras el estatuto (de poiesis) que tenía en su edad de oro, y que hoy nos mira -y espera- ya desde la reliquia (no desde la antigüedad, que es otra cosa). Y que quisiera tal vez volver al mito; que quisiera volverse mito: por más que la época -salvo excepciones- se obstine en ignorarlo.