“Así es como se sostiene la vida actual –aunque esta afirmación resulte delirante– en su viejo clima de estupro, de anarquía, de caos, de extravío, de descalabro, de alienación crónica, de inercia burguesa, de desviación mental (…), de impudicia deliberada e ilustre hipocresía (…), de reivindicación de un orden fundado absolutamente en el acatamiento de una primitiva injusticia…”

Con frases como esta comienza Antonin Artaud el tan breve como demoledor ensayo sobre Vincent Van Gogh en el que da cuenta del crimen que, bajo la forma del suicidio, la sociedad de su época le infligió a la cuerda más sensible y apasionada del movimiento impresionista en la pintura.

Sólo del genio del poeta, ensayista y dramaturgo francés podía surgir una denuncia tan intempestiva y certera al corazón de una Época, allí donde todo el mundo veía a un desequilibrado él identificaba una víctima: fueron ustedes! –les espetó–.

Ni Pity es Van Gogh, ni quien escribe es Artaud, pero los cuatro tiros que el rockero le pegó a Cristian Maximiliano Díaz, hace unas semanas, dan cuenta de que la perversidad del sistema goza de perfecta salud.

Sin embrago Pity representa, tal vez como pocos, la muestra más paradigmática y desoladora de lo que la Cultura de los ’90 hizo con los jóvenes de su generación.

Desde la marihuana a la pasta base, sin privación alguna de cuanta sustancia estuviese al alcance de su mano, Cristian Álvarez fue construyendo la imagen de rockero ‘fogoso y feroz’, siempre en los márgenes, al borde de…, ora rayando el límite, ora rompiéndolo, jugando a la provocación temeraria –como una muestra ‘vanguardista’ de la ausencia de pudor y de vergüenza constitutivas del cinismo nihilista y escéptico que caracteriza el Presente– y a la disrupción insolente como parte y arte de una condición pretendidamente contestataria.

El neoromanticismo posmo y el éxito –más o menos fugaz, más o menos perdurable – hicieron el resto. A la perfección.

Pity fue celebrado por el establishment de la ‘cultura joven’, legitimado por la industria y la crítica, e incondicionalmente alabado por sus fans. Una especie de transgresor al alcance de la mano, imitable, mundano como cualquiera de ellos, desesperanzado, aciago, y plebeyo como todos ellos.

Tanto fue así que hasta se le atribuyeron talentos de difícil constatación. Tanto es así que no faltan algunos exégetas de su obra que cuasi ‘lo consagran’. Incluso, mientras escribo estas líneas, éstas últimas, caigo en la cuenta de que me expongo al aborrecimiento.

Como alguna vez dijo Valdano de Maradona, “debimos decirle que no era Dios”. Alguien debió decirle.

Alguien debió decirle que no había allí contestación alguna, que su padecimiento se acercaba más a las formas de la patología que a las del arte, que allí estaban Van Gogh, Munch, Winehouse, Cobain y tantos otros para hacer visible que con ‘sublimar’ no alcanza, que el dolor y el sufrimiento cotidianos, lejos de ser el romántico tatuaje del alma del artista trágico, son un espanto, y conducen al desmoronamiento y la tumba.

Alguien debió decirle que no ‘por ahí’, que el Sistema es astuto, muy astuto, que mientras formula la promesa de pronta liberación en el ‘goce’ en realidad lo que está haciendo es chuparnos la vida en eso, disecándonosla, mientras la mece y adormece en brazos de tánatos. Que ‘por ahí’ el juego está perdido de antemano, que ‘por ahí’ no hay forma de que no esté perdido.

No fue así. Pity no interesaba tanto. Pity no interesaba ni en cuanto semejante ni en cuanto humano. En la Cultura en que se crio, y de la que fue inmejorable exponente, nada interesa en esos términos.

Que hayan sido cuatro tiros a ‘un otro’ o un tiro en la propia sien da lo mismo, es irrelevante.

Para el sistema, Pity es escoria, siempre fue escoria. En algún momento lucrativa, siempre funcional. Vida nuda, desperdicio, vida sin valor, desechable. Convertida en ‘ejemplo’ para otros tantos pobres y pordioseros, jóvenes, cuyas muertes nadie llorará.

“Así es como se sostiene la vida actual…, en su viejo clima de estupro: (¡fueron ustedes!)”

Una vez más, sin esfuerzo, el crimen perfecto.

…y la vigencia de Artaud.